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domingo, 27 de marzo de 2016

Una aproximación de “bolsillo” a la filosofía.





  “La penosa tarea del sabio. Me he aplicado a distinguir sabiduría y ciencia, de locura y necedad; y he concluido que también eso es caza de viento; porque donde abunda la sabiduría, abunda el sufrimiento, y a más ciencia, más dolor”. - Ecl 1- 17-18.


   A quienes sufren porque piensan que se vive mejor sin ciencia ni sabiduría, es decir, que la ignorancia te hace feliz, siempre les quedará la sonrisa de Demócrito frente al llanto de Parménides.


  La pregunta sobre lo que se entiende por filosofía nos induce a veces a pensar en una especie de conocimiento extravagante o locura ligada a un sabio incomprendido y raro. Sócrates y Platón la entendieron como un saber ligado al método, al análisis y al estudio (epistemología) frente a la visión que nos ofrecen los sentidos y la mera experiencia que adquirimos en la vida y que configura nuestras opiniones (doxa). La importancia del pensamiento socrático se basa en que fue el primero en someter a crítica el conocimiento humano de las cosas.

  Esa es la clave, la filosofía es siempre una reflexión de segundo grado o una mirada a modo de abogado del diablo sobre cualquier tipo de sabiduría o ciencia. La metáfora de un río nos puede aclarar este concepto. Un río es para un geógrafo una corriente de agua con más o menos caudal que nace en un lugar y que desemboca en el mar. Los datos de interés para esta disciplina son que el Miño por ejemplo, nace en Pedregal de Irimia (Lugo- España), pasa por las ciudades de Lugo, Orense, Rivadavia... y desemboca en el océano Atlántico entre La Guardia y Caminha. Para un químico, el análisis se centrará en descubrir las moléculas de los átomos del agua (H2O). Un biólogo se preocupará por estudiar el tipo de seres vivos y la biodiversidad asociada. Un ecologista incidirá en la contaminación de sus aguas y un promotor hotelero lo estudiará con arreglo a las posibilidades de crear un complejo de ocio.
  Pues bien, el saber o interés asociado a cada campo objeto de estudio, se agota en sí mismo, es decir, cada especialista se da por satisfecho y no especula más allá de su marco de actuación. A partir de ahí, llega el filósofo, meditando sobre la base de ese conocimiento adquirido y reflexiona sobre el mismo. Y lanza dardos envenenados con preguntas que van más lejos. ¿Está seguro de su método señor químico para afirmar que el agua es un compuesto de hidrógeno y oxígeno? Es decir, sus experimentos, ¿son susceptibles de error en el laboratorio? Y usted, señor biólogo, ¿ha pensado cómo se inició la vida de los peces? ¿Es ético transformar la naturaleza para la diversión? ¿Cómo se originó el agua, por creación de Dios o por las reacciones habidas en el universo?

  El filósofo pues, anhela esa sabiduría que entiende que logra no dejándose engañar por las apariencias de los sentidos o la consolidación de un paradigma. Por ejemplo, ante la opinión de algunos científicos sobre el cambio climático, sostendrá como Popper que las teorías científicas son falsables y que tal vez estemos ante la posibilidad de un consenso forzado. Conviene recordar que la ciencia ha sido una gran víctima de la censura y por ello puede resultar deseable cuando los científicos son los propios censores.
  Esa humildad intelectual ha curado a la Filosofía. Ya tomó bastante medicina manteniendo el paradigma griego y cristiano de la inmovilidad terrestre pese a las anomalías detectadas, pero aún no ha azotado lo suficiente al prestigio científico. Recordemos por interés de lo que pretende transmitir este artículo, dos ejemplos de la Historia de la Ciencia y de la Filosofía para que nos ayuden a contextualizarlo.
  ►La Iglesia Católica tardó bastantes años en reaccionar a la teoría copernicana. En apariencia era inocua, no se afirmaba que la Tierra giraba alrededor del Sol, afirmaba que en el sistema aristotélico- ptolemaico era más fácil considerar a la Tierra en movimiento y evitar los epiciclos y deferentes. Hasta 1606, el De revolutionibus no fue puesto en el Indice de libros prohibidos. Los protestantes también reaccionaron porque su interpretación literal de la Biblia entraba en conflicto con una tierra en movimiento.
  ¿Qué estaba en juego? Obviamente mucho más que la representación del universo o unas líneas de la Biblia, en especial Josué 10- 12-13: “El mismo día en que el Señor entregó a los amorreos en poder de los israelitas, Josué se dirigió al Señor y dijo: ¡Sol, detente sobre Gabaón! ¡Y tú, luna sobre el valle de Ayalón! Y el sol se detuvo y la luna se paró hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos. Todo esto está escrito en el Libro del Justo. El sol se detuvo en el cielo y tardó un día entero en ponerse. El drama de la vida cristiana y la moralidad edificada sobre la cultura judeo cristiana no podía adaptarse a un universo en el que la tierra fuera un mero planeta. ¿Qué pasaría con la caída del hombre en el pecado y su redención si había otros planetas en los que la bondad de Dios habría querido que fueran habitados igualmente por seres humanos? Y si ello fuera así ,¿cómo podrían descender también de Adán y Eva y cómo habría tenido allí lugar la presencia de Cristo? Por otra parte, si los cielos no eran perfectos, ¿cómo podría tener allí Dios el trono? Las teorías de Copérnico implicaban una transformación radical y cuestionaba las bases de la moral. El paradigma siguió con ligeros retoques, hasta que Galileo y Newton se encargaron de refutarlo definitivamente.

  ► El caso de Lysenko que fue un agrónomo que en los años treinta del siglo XX desarrolló una teoría que implicaba el rechazo de la genética moderna. Pensaba que en ciertas fases de la vida de una planta, se podría destruir su herencia y sustituirla por una nueva. Mediante la combinación de la demagogia política y una crisis agrícola, logró el favor de Stalin y el control de la investigación y censura de la enseñanza hasta bien entrados los años sesenta.

  La duda, el asombro, la situación límite: muerte, hambruna, catástrofes...junto a las preguntas trascendentales de la vida es lo que empuja a filosofar, a no conformarse. El filósofo es un joven impetuoso que espera siguiendo la metáfora hegeliana, a que la lechuza de Minerva sobrevuele en el atardecer. Se mantiene rebelde, pero sabedor de que debe alcanzar la sabiduría necesaria con rigor, método y estudio antes de ejercer de mosca cojonera, a fin de cuentas parafraseando a Wittgenstein, hay que enseñar a esa mosca a salir de la botella, es decir, a no vivir cargados de prejuicios y falsos conocimientos.

 Y al final del recorrido de ese río metafórico, la filosofía desemboca en su propio mar particular: en la liberación del lenguaje fosilizado, convertido en el carcelero de nuestros pensamientos y convicciones.
  Refutando esa visión con la que comenzamos, afirmaremos que los filósofos no son ni miembros de una secta de iluminados ni chiflados, sino gente como cualquiera de nosotros cada vez que meditamos sobre la vida y la muerte, nuestros límites, nuestras miserias, fracasos, alegrías o decisiones. Solo hace falta la sonrisa de Demócrito quien filosofa para partirse de risa; la sonrisa de Merleau-Ponty para cuando no se encuentra consuelo ni soluciones, y la actitud del lema de la Royal Society: Nullius in verba, referida al principio de autoridad, en virtud del cual se pueden cuestionar saberes superiores de maestros infalibles.



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